Los olvidados del mundo dan material para reportajes y documentales. Programas de televisión que nosotros, ciudadanos de nuestro impoluto occidente, vemos con expresión de pena sentados en nuestros sofás de cuero, arrebujados entre nuestros cojines de terciopelo y nuestras mantas de lana. Con la calefacción puesta en invierno si hace frío, mirando a través de nuestra pantalla de plasma cómo se inundan las casas de barro de los olvidados cuando llegan las lluvias del monzón. Cuando el agua marrón que baña las costas de Indonesia o de Asia se lo lleva todo por delante siete veces al año.
Esa gente, esas personas sin nombre que viajan en trenes en los que no cabe un alma, trabajan en fábricas textiles en Bangladesh cuyas medidas de seguridad serían impensables en nuestro mundo. Esas fábricas, que soportan la economía tan pobre y frágil de estos países del monzón, son las que producen nuestra ropa. Nuestros vaqueros. Nuestras sudaderas. Nuestras zapatillas. Son las que ponen el símbolo de las marcas caras que tanto nos gusta lucir. Son las que fabrican nuestros cojines, nuestras sábanas. Es ese niño de ojos acuosos que juega en las vías de un tren que podría matarle el que ha decorado tu casa. Tu salón. El que construye desde su monzón la comodidad de tu vida.
Ya no hablo de sueños sin cumplir. ¿Qué sueños pueden tener esas personas? ¿Conocerán alguna vez más allá de la chabola donde viven? ¿Del montón de basura o de las tablas de madera con las que tapan los agujeros que dejan las inundaciones? No hablo de educación, ni estudios. Ni de riqueza ni éxito.
Hablo de supervivencia.
¿Quién se acuerda de los olvidados?
Paula D.
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